A diferencia de mi vida adulta, en mi infancia solía leer mucho. Tenía el ejemplo de mi madre y mis hermanos mayores –siempre con un periódico, revista o libro en sus manos–, y la posibilidad de escoger entre las centenas de volúmenes ordenados en los libreros que rodeaban la sala y el comedor de la casa. Julio Verne era de mis autores favoritos: después de leer De la tierra a la luna, soñaba con ser astronauta, y al terminar Viaje al centro de la tierra, ya quería ser geólogo. Motivado por otras lecturas, llegué a afirmar que sería arqueólogo, luego juré dedicarme a la física, y poco después presumía que iba a investigar los cambios evolutivos que habían conducido al nacimiento de la especie humana –no entendía bien que disciplina se dedicaba a ello, pero, la que fuera, eso quería estudiar.
Dados esos antecedentes, es realmente asombroso que haya terminado dedicándome a la música, hecho del que culpo a mi madre, ya que a mis once años me inscribió en una escuela de iniciación musical –sospecho que fue para mantenerme ocupado en las tardes porque no creo que haya visto alguna aptitud en mí–. De cualquier forma, en ese tiempo descubrí mi veta artística: en la secundaria escogí el taller de artes plásticas –donde, según mis compañeros, tenía facilidad para el dibujo–, y después me vi dirigiendo y actuando obras de Miguel Angel Tenorio y Emilio Carballido para presentarlas en la clase de español. Me gustó tanto la actuación que, al llegar al bachillerato, me inscribí al taller de teatro de la escuela.
Al terminar mi educación media superior, me enfrenté a la gran duda de todo egresado: qué carrera elegir. Había mantenido mis estudios musicales a la par de la secundaria y el bachillerato, así que fue muy lógico que escogiera la música. Tuve que soportar las insufribles cantaletas de “Te vas a morir de hambre”, el incisivo consejo de mi madrina de “Deberías estudiar una segunda carrera para poder sostenerte” y los dichos de tantos de que el mundo artístico está plagado de drogas y sexo –argumento con el que ya no entendía si querían disuadirme o alentarme–. Aunque la decisión estaba tomada, acepté la sugerencia de cursar simultáneamente la carrera de computación –de alguna manera, mis inclinaciones técnicas y científicas aún persistían en mí.
Mi historia dentro de la música no estuvo exenta de cambios y vueltas de timón. Empecé de niño estudiando guitarra clásica, después, sin dejar la primera, inicié clases de piano. Me cambié a la Escuela Nacional de Música, llevando piano como instrumento principal; entré más tarde al área de composición, pero un año después me cambié a órgano, carrera en la que, tras varios episodios de abandono y retorno, pude obtener mi título.
Una vez fui con una psicóloga que me recomendaron: dijo que mi problema era mi inconstancia, que debía de terminar todo lo que empezara, que no podía dejar tantas cosas a medias…, pero no estuve de acuerdo y dejé de asistir después de dos sesiones. Por otro lado, mi psicóloga actual argumenta que mi comportamiento puede deberse a mi inquietud natural, a mis ganas de aprender, de conocer y de experimentar diversas facetas de la vida: ¡qué puedo decir yo!, no la voy a contradecir, ella es la experta.