Empecé a escribir por dinero. Sí, sé que suena fuerte, pero existe un atenuante: solamente contaba con once años. Me llegó la noticia de un concurso de cuento y dibujo, vi el monto de los premios y me animé a participar. Mandé algunos dibujos –porque en casa decían que era bueno en eso– y casi al término del plazo de recepción se me ocurrió escribir un cuento y meterlo a concurso. No gané nada con mis dibujos, pero gané el segundo lugar en cuento –y mil pesotes que debí haber malgastado en porquería y media.

            Sin embargo, no volví a escribir durante muchos años. Al final del bachillerato regresé a la escritura: esta vez, escribía para comprenderme. En diversos cuadernos y hojas sueltas anotaba lo que me preocupaba de la vida, de mi futura carrera, de mis problemas para relacionarme con la familia, con la gente y con las mujeres. Era una especie de diario, aunque su periodicidad era de dos o tres veces al mes, dependiendo de la frecuencia con que me atacara la “depre”: así era, nunca escribía cuando me sentía bien.

            Después escribí por necesidad. Cuando me heredaron la presidencia de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional de Música, se me ocurrió hacer una pequeña revista. De las ocho personas que colaboraron en el primer número, quedamos tres para el segundo –el diseñador, el impresor y yo–, lo que me obligó a escribir la mayoría de los artículos de la revista, utilizando una serie de seudónimos raros y pintorescos.

            Cuando mi amiga más querida abandonó nuestra escuela y se fue a vivir a Estados Unidos, comencé a escribir para compartir: historias de compañeros, chismes de la facultad, mis numerosos fracasos con mis pretendidas y algunos de mis éxitos en la música.

              Esos mismos cuatro motivos para escribir continúan apareciendo en mi vida: necesité aprender todas las reglas de la APA para escribir mi tesis de maestría; compartí mi visión de un obrero de la música a través de mi blog personal; obtuve dinero por mis artículos para una revista de música; y sigo buscando comprenderme a través de los textos en que analizo mi actuar y mi sentir –algo nuevo es que ahora también los escribo cuando estoy feliz–. Al final, en todos esos casos existe un común denominador: el placer de la escritura, del inicio con la hoja en blanco al crecimiento de las ideas y hasta la finalización de los textos. Ese sería mi motivo mayor: el simple gusto por escribir.

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