Era cerca del mediodía cuando mi madre entró a mi cuarto para despertarme. Yo contaba con once años y tenía permitido –siempre que no fuera día de escuela– continuar durmiendo hasta muy tarde. Abrí los ojos al escuchar los gritos de mi madre y vi que se acercaba hacia mí con claras intenciones de arrebatarme las cobijas pero las sujeté con fuerza al tiempo que le pedía “¡No, por favor, dame otros quince minutitos!”. Ella suspiró resignada, se sentó al lado de mi cama y comenzó a platicarme sus aventuras del día: venía de inscribir a mi hermano mayor al bachillerato del Instituto de Bellas Artes –una escuela en la que, a la par de las asignaturas acostumbradas, los alumnos cursaban todo un bloque de materias artísticas–. Pues, ¡chido, qué bien! –pensé– ¿ya puedo continuar durmiendo? Pero aún había más: ya entusiasmada, a mi madre se le había ocurrido apuntarme para presentar examen de aptitudes musicales en una escuela de iniciación artística. En ese momento no lo entendí muy bien, pero con tal de continuar acostado, le dije que estaba perfecto, que después platicaríamos del asunto y me di la vuelta para acomodarme en mi posición fetal favorita.

Siendo sincero, no recuerdo haberle dicho a mi madre que me interesaba la música. Luego, entonces, ¿por qué se le ocurrió inscribirme para dicho examen?… y ¿por qué a música y no a teatro, o artes plásticas? No lo sé, a tantos años de haber ocurrido, mis recuerdos de ello son muy nebulosos.

Lo que sí está muy claro en mi memoria es una escena de mi escuela, de cuando cursaba el sexto año de primaria. En el patio, a la hora del descanso, un muchacho canta y toca la guitarra en el centro de un nutrido grupo de compañeros que lo escuchan con absoluta atención. El cantante ejerce una suerte de hechizo: varias chicas no le quitan la vista de encima –a pesar de no ser físicamente agraciado– y hasta los hombres parecen admirarlo. Esta es la imagen, la escena en la que me hubiera gustado ser el personaje principal. Reconozco que ver aquello me provocó una considerable envidia pero también –ahora lo veo así– ese fue un momento de revelación. Había descubierto el motivo perfecto para presentar ese examen que mi madre me había impuesto: estudiaría música, aprendería a cantar, a tocar la guitarra, y lograría así que mis compañeros me apreciaran y que la muchacha de lindos chinos y ojos preciosos se acercara a hablarme y a pedirme que le cantara una canción. ¡Era un plan inmejorable!

Fue de esta forma que inició mi estudio de la música, y si a alguien hay que culpar de ello, es a mi madre –aunque también influyó en mí el deseo de atraer a las chicas por medio de dicho arte.

Después de algunos meses –en realidad, muchos… unos quince, o más– de fletarme estudiando solfeo y técnica elemental de guitarra, empecé a montar ciertas obras elegidas por mi profesor: unas pequeñas piezas de Carulli, la “Romanza Española” del prolífico compositor “Anónimo”, y de Johann Sebastian Bach, el Bourrée “Iném” –así le decía yo porque no sabía que “in Em” significaba “en Mi menor”–. Lamentablemente, este repertorio parecía ser de otro planeta para mis compañeras de la secundaria, quienes solían decirme “¿Te sabes la de ‘Quién te Cantará’?”, o me pedían “A ver, tócate la de ‘Wendolyn, ¿sí?”, y me agobiaban solicitándome piezas que nunca querrían enseñarme en una escuela de tipo conservatorio. Algo no estaba funcionando: si para entonces yo ya era calificado como un chavo raro –era tímido e introvertido, flaco y bajo de estatura, usaba gruesos lentes y un fuerte acné tapizaba mi cara– después de mis lecciones de instrumento pasé a ganar el mote de “el guitarrista raro” porque tocaba una música bien pinche extraña.

Mi plan original había fallado, pero aún así –tal vez por la simple inercia o tal vez porque advertía cierto gozo– decidí continuar mis estudios musicales. Con el paso del tiempo cambié la guitarra por el piano, y la escuela de iniciación por la Escuela Nacional de Música.

Creo que fue en mi segundo año en esta nueva escuela cuando ocurrió un hecho importante para mi apreciación del arte musical. Faltaban unos quince minutos para el inicio de la clase de solfeo y varios alumnos esperábamos en el aula la llegada del profesor. De manera espontánea, se me ocurrió acercarme al piano para mostrar –“presumir” podría ser una palabra más adecuada– lo que había logrado en las últimas semanas; así que me senté en el banco y empecé a tocar la “Invención a dos voces en Fa mayor” del dios Bach. Casi de inmediato se acercó una compañera a escucharme, apoyó sus codos sobre el piano, entrelazó los dedos de sus manos y sobre ellas posó su barbilla. Sin dejar de tocar, la miré de reojo y vi que… ¡era hermosa!… sus ojos… su boca… sus… ¡Ups!, tanta distracción había tenido consecuencias: dos notas falsas se escabulleron de mis dedos y dos más cayeron fuera de tiempo, pero aparenté que no había pasado nada y pude continuar con la pieza hasta terminarla. No había sido una gran interpretación… pero eso no importaba porque la chica y yo ya estábamos conversando: de las dificultades pianísticas, de la polifonía de Bach, de ciertas técnicas de estudio y… no sé de qué tanto más. Nuestra plática fluía, se hacía cada vez más personal y hasta se reía de mis forzados chistes. Ahora sí lo estaba logrando.

Entonces, súbitamente, del fondo del salón nos llegó el sonido de un fuerte trémolo tocado en el viejo piano, le siguió un ostinato en las notas graves y en el registro medio varios acordes rarísimos –totalmente alejados de las simples triadas que nos enseñaban en la clase de armonía– se insertaban sincopadamente. El compañero que así tocaba, alzaba continuamente la vista del teclado para mirar a su audiencia, sonreía y giraba su cabeza hacia diferentes puntos del salón como para advertir la impresión que estaba causando. En cuestión de segundos, un círculo de admiradores se había creado alrededor de él y hasta la chava con quien animadamente conversaba se despidió de mí para ir a formar parte de aquel grupo.

En aquel tiempo yo no lo sabía, pero lo que sonaba mi compañero era una pieza de boogie-woogie –un estilo pianístico muy cercano al blues y al rock and roll–. Siguió con algo de música del pianista Richard Clayderman –quien estaba muy de moda en la radio– y después tocó el tema de la película “Castillos de hielo”, pieza que le produjo numerosos halagos y alabanzas de las féminas. La llegada del profesor vino a interrumpir aquel improvisado concierto, pero al terminar la clase me acerqué a mi compañero para preguntarle si tenía partituras de lo que había tocado. Llevaba fotocopiada la de “Castillos de hielo”, me la mostró y me dijo “Si quieres, quédate con ella, yo tengo el original en casa”. Tomé las copias y le dí las gracias.

Una mirada a la partitura me bastó para notar que no era de gran dificultad y que con pocos días de estudio podría aprendérmela. Si mi deseo era llamar la atención a través de la música, en esta pieza y en este estilo estaba la clave de lo que tenía que tocar. Sin embargo, me inundaba una sensación de incomodidad: me costaba creer que incluso en esta escuela conservatoriana, la música popular –esto es, toda aquella música que se componía, producía y difundía fuera de estos recintos– tuviera tanta atracción como para hacer que una obra de Bach pasara inadvertida. Fue inevitable pensar en todo el tiempo invertido para montar la Invención de Bach –varios días para aprender las líneas melódicas y semanas para coordinar las dos manos–, y aunque el resultado musical me satisfacía, las circunstancias y mis objetivos primarios me pedían que me adentrara en el terreno de la música popular.

Nunca estudié la partitura que me obsequió mi compañero porque, en realidad, la primer pieza que interpretó era la que me había impactado. Así que pregunté e investigué sobre ese estilo pianístico hasta encontrar un libro con piezas y ejercicios que estudié y practiqué con fervor.

A partir de entonces, cada vez que en la escuela veía un piano desocupado, aprovechaba para sentarme y tocar licks de blues y algunas vueltas de boogie-woogie, lo que invariablemente provocaba que mis compañeros se acercaran a escucharme y me preguntaran qué diablos estaba tocando. Para mi desgracia, mi profesor de piano se enteró pronto de mi nueva práctica y después de propinarme un extenso sermón me prohibió categóricamente que volviera a tocar “esas músicas profanas”. Si quería continuar tomando clases con mi profesor era indispensable obedecerle, así que no tuve otra opción más que olvidarme de los géneros populares.

Me concentré así en la técnica y el repertorio clásico del piano y durante los siguientes años fui mejorando de manera sostenida. Sin darme cuenta, había llegado a la mayoría de edad y continuaba en la música, y era ya el momento –a punto de terminar la preparatoria– de decidir si abrazaría la profesión musical o abandonaría para seguir una “carrera seria”. Fue entonces que un compañero, estudiante de composición, me invitó a tocar los teclados en una banda de rock que estaba formando. Mi respuesta inmediata fue un rotundo “no”: yo no sabía tocar rock –aunque lo escuchara ocasionalmente en la radio– y no conocía ni una pizca de improvisación, ya que mis años dentro de la academia me habían acostumbrado a no tocar nada que no estuviera en una partitura. Él me explicó que las piezas eran de su autoría, que me daría partituras de todo y que con el tiempo aprendería a improvisar: punto a su favor. Pero luego le argumenté que la imagen que yo tenía de los rockeros –la misma imagen que era difundida por prensa y televisión– no me agradaba demasiado. Eso de tener la greña larga y vestirse de forma extravagante no era para mí; me parecía absurdo eso de prenderle fuego a la guitarra y destruir a patadas la batería; y tampoco estaba dispuesto a estar saltando en el escenario, tocando un acorde y dando tres brincos –no podría hacerlo ni aunque quisiera. Además, había otros excesos muy conocidos de los rockeros: el uso abundante de alcohol y drogas, sus monumentales fiestas, las mujeres dispuestas a brindarles favores sexuales a la primera oportu-… espera… ¿qué? … ¡mujeres!

Advertí que había buenas razones para aceptar la propuesta: sería interesante darme esa oportunidad, vivir una nueva experiencia –como dice ese enfadoso cliché: “salirme de mi zona de confort”–, sería la perfecta ocasión para aplicar mis viejos licks de blues y hasta podría ayudarme a mejorar mis habilidades sociales –¿no era eso lo que me recomendaría mi psicóloga?–. Total, que al final de un largo y profundo análisis, decidí entrar a mi primer grupo de rock.

Tras meses de ensayos, llegó el día de nuestro debut en un centro cultural del sur de la ciudad. Después de una extenuante prueba de audio, nos agrupamos en el camerino para descansar un poco, en lo que se abrían las puertas al público. No pasaron ni quince minutos cuando recibimos la señal y subimos al escenario: unos escasos y tímidos aplausos nos acompañaron en el camino hacia nuestros instrumentos. El baterista marcó dos compases y comenzamos.

Mientras le daba con entusiasmo a mis teclados, me esforzaba por mantener contacto visual con mis compañeros –sobre todo en las partes complicadas y en los unísonos de las piezas– pero también trataba de mirar a los espectadores, aunque era difícil ver con claridad a la gente envuelta en la penumbra, percibiéndose únicamente una masa oscura que a veces se movía con lentitud como si fuera una amiba. No voy a hacer una reseña del concierto pero sí diré que el público se portó amable y cálido con nosotros, aplaudiendo con ganas a una serie de canciones desconocidas –que, además, contenían grandes secciones instrumentales– y festejando los malabares del baterista y los solos de guitarra y bajo. Al finalizar la última pieza, mientras la gente nos aplaudía, los cinco integrantes nos acercamos al proscenio para agradecer. Se encendieron en su totalidad las luces del teatro y por fin pude ver a la audiencia: mi vista recorrió las butacas, de izquierda a derecha y del frente hacia el fondo, tratando de encontrar un rostro conocido, y ahí me di cuenta que…

–Oye, no hay nada de chavas, hay puros hombres –me dijo el bajista.

–¡Sí, caray!, es lo que estoy viendo –contesté, siguiendo mi exploración del público–. Por ahí había algunas. Mira, ahí hay dos, al extremo de la segunda fila, vienen con faldita de mezclilla.

–Ah, ya las ví. ¡Órales, están bien piernudas!

–¡Ya los escuché, güeyes! ¡Tranquilos, que son mi mamá y mi hermana! –nos gritó ofendido el vocalista.

Terminaron los aplausos. Mientras la concurrencia abandonaba el recinto, nos dirigimos a desconectar instrumentos y equipo. Ahí le pregunté al líder de la banda:

–Oye, ¿qué es lo que pasó aquí? ¡El noventa por ciento del público eran hombres!

–Sí, así es esto del rock progresivo, como que no le atrae mucho a las mujeres –me contestó–. Tendrás que irte acostumbrando porque así va a ser siempre.

–¿En serio? ¡No puede pasarme esto de nuevo! –exclamé afligido–. Yo que creía que íbamos a estar rodeados de mujeres pidiéndonos autógrafos y qué iba a salir de aquí con una groupie a cada lado.

–¡Uy, no!, ¡cómo crees! Si conocieras a los fans del rock progresivo… ellos se reúnen regularmente para hablar de música y presumirse sus discos que les llegaron de Europa o las fotos que se tomaron junto a sus ídolos… Bueno, pues en esas reuniones no verás ni una sola mujer, ¡puro cabrón!, un verdadero club de Toby.

–Oye, ¿y si cambiamos nuestro estilo?, ¿si en lugar de rock progresivo tocamos heavy metal o punk? Seguro que ahí no pasa lo mismo –agregué inocentemente.

Mi compañero sonrió, movió la cabeza de un lado a otro, y me dijo:

–Mira, ahí te va para que te animes: hay una amiga que nos va a entrevistar para la estación de radio de su universidad. Está preciosa la chavita, tú la vas a ver; nomás porque es amiga de mi novia no he intentado nada, porque si no… No tarda en venir para acá. La voy a dejar con ustedes para que los entreviste mientras voy a ver lo del transporte.

Era cierto, estaba bien linda la muchacha: grandes ojos negros y hermosos hoyuelos –y aparte era chaparrita, como para mí–. Nos preguntó sobre el concepto de rock progresivo, cuáles eran nuestras influencias, cómo nos inspirábamos, cómo veíamos la escena nacional y demás. Mis compañeros contestaron mostrando buen conocimiento del tema mientras yo permanecía callado porque no tenía nada interesante que aportar. La aspirante a periodista tomó una pausa para revisar una libreta –supongo que ahí tenía sus preguntas o algún guión– y luego dijo “Por último, chicos, cuéntenme: ¿por qué decidieron dedicarse a la música?”, y movió su grabadora de un lado a otro hasta que la estacionó frente a mí.

–Mmm… este… ¿por qué decidí dedicarme a la música?– repetí lentamente para darle tiempo a mi cerebro de carburar.

¡Mi mente estaba en blanco! No tenía idea de qué responder, porque… ¿Qué le podía decir?: ¿que estudié esto para hacerme visible a las mujeres?, ¿que quería usar la música como las aves que usan sus cantos para obtener una pareja?, ¿que la música era para mí como el abanico de plumas que porta el pavo real?

Pero no había de otra, tenía que hablar pronto, ¡ya, como fuera! Y cuando la chica estaba a punto de dirigirse a alguien más empezaron a brotar las palabras.

–Pues… por… la pasión, ¿no? ¡Sí, eso, la pasión!…, la pasión que uno siente por la música. La música te permite algo así como… ir a tu interior, como reconectarte… con tu esencia, ¿no?… Como que hay algo aquí adentro que quiere salir para ser compartido con todos, ¿verdad? Es algo… que se siente, no tienes que pensarlo, lo traes o no lo traes, ¿estás de acuerdo? Porque uno nace con esto, ¿sabes?, porque uno no escoge esta carrera, es la música quien lo escoge a uno, uno sólo es un medio, ¿no?… uno es como el portavoz de un gran mensaje que a través de la música debes de transmitir al mundo… Porque el músico no está en el escenario para entretener al oyente, tiene que incomodarlo, perturbarlo… porque un músico auténtico y honesto procurará sacarte de tu conformismo para… para que a la consciencia del público llegue esa energía que el músico toma del universo…, con ese mensaje que le es dictado a uno por un ser supremo que te utiliza con tus pocas o muchas habilidades… con ese talento que se nos regaló, que uno no pidió pero que te compromete a usarlo para hacerle llegar a la gente una verdad divina y transmitirle así vibraciones positivas a toda la humanidad.

Silencio. Enorme silencio. Mis compañeros me miraban pasmados: evidentemente, no podían creer lo que habían escuchado. Yo tampoco lo creía: había arrojado una serie defrases gastadas más palabrería motivacional y religión new age, aderezado con buena dosis de términos de moda. No era yo quien había hablado: tal vez fueron las revistas de rock y los programas de espectáculos que vi en la semana quienes ejercieron su influjo sobre mí. ¡Qué vergüenza!, ¿qué iba a pensar nuestra entrevistadora? Ella también estaba atónita: con sus ojos abiertos al máximo y sus gruesos labios entreabiertos en expresión de asombro, seguro pensaría que yo era un tipo descerebrado al proferir tantos tontos tópicos. Lo había echado a perder nuevamente.

Entonces escuché un suave golpeteo, una percusión rítmica que sólo pude reconocer cuando creció en intensidad: era el chocar de palmas de mis compañeros que, coordinado con el balanceo de sus cabezas de arriba hacia abajo, mostraban su aprobación a mi trillado discurso. “¡Muy bien!”, exclamó el bajista; “¡bravo!”, dijo el vocalista; “¡así se habla!”, añadió el baterista. Y ella, ahora brindándome una sonrisa infinita, se unía a ellos en sus aplausos y elogios.

–¡Perfecto!, ¡muy bien!, ¡excelente! Muy bellos pensamientos. Con esto podremos cerrar la entrevista con broche de oro –dijo ella mientras guardaba su libreta y su grabadora.

La chica se despidió de cada uno con un beso en la mejilla. Mi vista siguió su atractiva silueta mientras se alejaba. Luego se detuvo. Volvió sobre sus pasos, dirigiéndose hasta donde me encontraba y me dijo:

–Se me ocurre que… tal vez te gustaría checar como queda la edición de la entrevista antes de que salga al aire –y me extendió su mano con una tarjeta–, por si hubiera algo que quisieran cambiar.

–Eh… sí, claro, por supuesto, me… me encantaría checarlo. Sí, claro que sí.

–Márcame el lunes por la noche para decirte como va todo y ahí nos ponemos de acuerdo.

–Va que va. ¡Gracias!

Le dí la mano jalándola hacia mí para plantarle otro beso en la mejilla y agradecerle con un apretado abrazo. Ella me regaló otra sonrisa y un “hasta pronto” y se marchó.

Suspiré. Había sucedido. La música lo había logrado.

******************

En este momento me hallo ante el dilema de elegir la profesión que seguiré. Cuando me preguntan al respecto, contesto en automático que estudiaré la carrera de piano, pero en realidad las dudas me abruman –hasta he llegado a pensar en dejar la música clásica para dedicarme por completo al rock.

Mis compañeros del grupo, al recordar nuestra entrevista, me aconsejan que estudie locución u oratoria, y tal vez por eso es que se me ocurrió Ciencias de la Comunicación –carrera que, casualmente, rebosa en estudiantes del género femenino–. Tengo todavía algunas semanas para resolverlo, pero cualquiera que sea mi elección seguramente será tomada de forma razonada, basada en el análisis y en la reflexión –como acostumbro hacer siempre con cada decisión importante en mi vida.

 

 

 

23 comentarios en “Las mujeres tienen la culpa de todo

  1. Muy lindo texto… pero más hermosa es tu honestidad en la vida. Yo también viví un cierto des-orden mental (pues aprendí en mi terapia que la mente es como una licuadora en donde están combinada la realidad y las aspiraciones). PERO LA REALIZACIÓN ES LO QUE SIEMPRE NOS SACARÁ ADELANTE. Te mando un fuerte abrazo.

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  2. Vientos Chava, me hiciste recordar viejos tiempos , excelente historia , aunque no veo la ficcion, quiza los hechos no sucedieron asi todos juntos y en la misma linea de tiempo, pero seguro tarde que temprano te sucedieron eso lo puedo asegurar, al menos en mi experiencia asi ha sucedido. Espero podernos ver y comentar mas a fondo este y tengo pendiente el tema de los covers, pero no soy un buen redactor y escribiendo me hago bolas, un saludo y un abrazo y sigue cosechando como hasta ahora.

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  3. Si hasta parece que te veo en la escuela, te haces un retrato muy bueno y que nos acomoda a muchos que dedicamos la vida a la música. Saludos estimado Salvador. Javier Ramírez

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  4. Hola mi querido maestro! Me ha encantado tu forma de reltar tus aventuras, he llegado a imaginar cada una de las escenas que describes. Gracias por compartir un pedacito de tu vida. Te mando un gran saludo.

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  5. Gran historia! Muchos queriendo llegar a las chicas elegimos el camino de la música, en mi caso sin ser músico y la realidad de la vida en el rock por ser específico me ha convertido en un hombre más bien “sin” chicas con la etiqueta de raro o loco… que más da!
    Saludos mi querido amigo…
    S Govea

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